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Programa "Risas de Pascua"


Lo nuevo nace sobre la muerte risueña de lo viejo


por Pepe Rey

Puede resultar un poco extraño empezar afirmando que Jesús no nació un 25 de diciembre. Pero es tan cierto como que las fiestas navideñas se celebraron desde muchos siglos antes de que Cristo naciera. Intentaré explicarlo brevemente, comenzando por el origen del principio. No sería hasta el año 354 cuando se fijó, por el papa Líbero, la fiesta del nacimiento de Cristo. La elección del día no fue casual. A pesar de que sesudos autores habían propuesto el 6 de enero ­vigente hoy en la iglesia oriental­ o el 18 de abril, el papa de Roma prefirió el 25 de diciembre para hacerlo coincidir con la fiesta del Sol Invictus con que los seguidores de Mitra celebraban el nacimiento de su dios (idéntica práctica a la que ha colocado a San José Obrero el 1 de mayo). Pocos años antes, en el 325, el concilio de Nicea había revisado el calendario juliano, con la conclusión de que existía un desfase en los cálculos de Sosígenes, el astrónomo al que Julio César había encargado la importante operación. El solsticio de invierno, que entonces se situaba el 13 de diciembre ­por cierto, la fiesta de la luz, cristianizada en honor de santa Lucía­ pasó al 21 del mismo mes, aunque la corrección completa del calendario no se hizo efectiva hasta 1582 por obra de Gregorio XIII. Lo consecuente hubiera sido colocar el nacimiento de Jesús el 1 de enero, puesto que nuestra era dice arrancar precisamente de esa fecha. La Navidad escogió, por tanto, intencionadamente una fecha que ya estaba cargada con muchos otros significados.

Alrededor del solsticio de invierno tenían lugar desde antiguo, además de la fiesta mitríaca, otras prácticas rituales encaminadas a celebrar el final de un ciclo solar y el comienzo de otro. Cuando los moralistas de antes y de ahora se lamentan de la paganización de las fiestas navideñas, deberían reconocer que siempre fueron paganas, puesto que paganus es lo relativo al pagus, el campo, y para aquéllos cuya vida depende enteramente del entorno natural la fiesta anual más importante es el momento de la renovación del ciclo solar.

El paganismo ­no sólo navideño­ se mantuvo durante toda la Edad Media y hasta mucho después en muchos lugares, sobre todo en las zonas alejadas de núcleos urbanos importantes, más o menos mezclado con el cristianismo oficial. Los órganos de control de la Iglesia ­obispos, concilios, Inquisición, etc.­ se lamentaron continuamente en sus escritos de la multitud de prácticas populares heterodoxas que a menudo contaminaban los rituales católicos. Sin necesidad de tildar la religiosidad más extendida en los reinos peninsulares de supersticiosa, mágica e ignorante, como hicieron los humanistas del Renacimiento y no pocos estudiosos actuales, ni siquiera los que intentan una visión positiva del fenómeno pueden negar el carácter localista de los ritos devocionales y la desproporcionada importancia de las reliquias y las imágenes frente a la palabra evangélica y los sacramentos, base del corpus doctrinal. Testimonios de jesuitas de fines del siglo XVI consideraban tan necesario misionar en las tierras de acá como en las de allende los mares, dado su grado de alejamiento del cristianismo. El mantenimiento a ultranza de la lengua latina en la liturgia no facilitaba, por lo demás, la comprensión pretendida por la iglesia oficial, como percibieron agudamente muchos reformadores dentro y fuera de la ortodoxia.

Durante muchos siglos hay datos escalonados que confirman la celebración ­en torno a la Navidad y dentro de las iglesias­ de extraños rituales más o menos asimilados a la liturgia. Esa noche el clero se muestra más permisivo, con tal de atraer a todo el mundo a la alegría navideña. Esa noche los pastores ­protagonistas una vez al año­ hacen sus gachas al pie del altar mientras cantan y bailan el repertorio pastoril, que no se basa precisamente en el bucolismo de Virgilio. Esa noche lo sagrado y lo profano pueden convivir porque ambos celebran lo mismo: la muerte del mundo viejo y el nacimiento del nuevo, aunque para cada cual signifique cosas distintas. La religión popular entiende que lo viejo muere o, mejor, se desintegra alegremente, porque sabe que sus restos nutren a lo nuevo recién nacido. Sus sentimientos no son trágicos, sino grotescos, porque se trata de una muerte risueña y no adusta. El mensaje del evangelio en el fondo no dice cosas muy distintas (Es necesario que el trigo muera... Si no morís a este mundo...), pero la práctica católica ha rodeado a la muerte de tristeza y negrura, considerándola en la práctica como un castigo divino. El paganismo más apegado a la naturaleza, por el contrario, se da cuenta de que los ciclos vida-muerte se suceden y de que la muerte, en sus diversas manifestaciones, es necesaria para que nazca la nueva vida. En resumen, por no extendernos más en estas filosofías: durante muchos siglos en las iglesias han ocurrido cosas raras en torno a las fiestas de Navidad.

Y estas cosas raras siempre llevaron asociadas músicas, que son las que hemos intentado recoger en este ciclo navideño que intenta huir del tópico y traernos los ecos de aquellas viejas costumbres, seguramente más sanas que las actuales, cuyo ceremonial, por todos conocido y padecido, viene dictado por los grandes almacenes y la televisión o, simplificando, por la publicidad. La prueba de esto último está en que todas las épocas, hasta tiempos muy recientes, han cantado a la Navidad con creaciones propias, formando así un amplísimo repertorio, mientras en la actualidad las únicas músicas que podrían añadirse a este acervo son algunos jingles publicitarios y para lo demás se echa mano de una tradición más o menos antigua y más o menos universal.

La lejana Edad Media concedió gran importancia a la Nochebuena y al tiempo que transcurre entre ella y la Epifanía, con san Esteban, los Inocentes y el Año Nuevo. El día de Navidad y su víspera eran los momentos litúrgicos más importantes y por ello no es casual que la música se adornara con tropos y polifonías ni que los primeros organa a cuatro partes fueran compuestos en París para esa fiesta. Era el mejor modo de subrayar su importancia. La liturgia navideña fue ampliándose con intervenciones de pastores, profetas y otros personajes que sirvieron de embrión de unos dramas que serían trascendentales para la historia del teatro. Pero en los días posteriores tenían lugar celebraciones que resultan bastante extrañas a los ojos modernos, como el obispillo y la Fiesta de los locos con su grotesca misa del asno. Puesto que todo ello tenía lugar dentro del recinto eclesial y era llevado a cabo por el personal de servicio en la misma, la lengua que servía de vehículo era el latín.

Nuestro concierto, sin embargo, comienza en el final de la Edad Media y nos conducirá a través de los dos siglos siguientes. De entrada hay una novedad: ahora se utiliza la lengua vulgar, mientras el latín, cuando aparece ­Deus in adjutorium­ ya es sólo una parodia doblemente grotesca, puesto que la respuesta ­Adveniat regnum tuum­ se aplica a la moza que se quiere casar... precisamente con el abad. Resulta curioso y hasta un poco contradictorio que el período conocido como Renacimiento ­denominación muy cuestionada últimamente­ caracterizado por su mirada puesta en la Antigüedad clásica, haya promovido decididamente la lengua vulgar como vehículo de expresión no sólo literaria, sino también científica. No es casual que un humanista de la talla de Nebrija, uno de los mejores conocedores en su tiempo del latín clásico, haya sido el autor de la primera Gramática castellana. También en la práctica musical, incluso dentro de las iglesias, se abre paso la lengua vulgar. Fray Hernando de Talavera, primer arzobispo de la recién conquistada Granada en lugar de los responsorios de maitines hacía cantar algunas coplas devotísimas. Desta manera atraía a las gentes a los maitines como a la misa. Con ello atrajo contra sí las críticas de los que pensaban que era cosa nueva decirse en la iglesia cosas en lengua castellana y que era cosa supersticiosa. Aunque según el cronista, el arzobispo tenía estos ladridos por picaduras de moscas y por saetas en manos de niños. Se ha querido con esto hacer a fray Hernando el inventor o promotor del villancico navideño, pero los ejemplos de Juan del Encina y Juan de Triana demuestran que ya existía en fechas anteriores. Desde estos comienzos el programa nos lleva hasta bien entrado el siglo XVII, cuando ya se ha pasado de la devoción a la parodia más incorrecta políticamente: el villancico navideño se nutre de la burla sistemática a las minorías, negros (guineos), asturianos, gitanos y, sobre todo, gallegos, que no podían faltar en ninguna nochebuena que se preciase. El estricto Felipe II ordenó en 1596 suspender los villancicos en su Real Capilla, pero según se ha podido comprobar con los documentos en la mano aquel mismo año se cantaron once, uno en guineo y diez en castellano.

La tradición del "risus paschalis" navideño

En la nochebuena de 1492 ­América estaba descubierta, pero aquí todavía no lo sabía nadie­ los Duques de Alba se hallaban en su palacio de Alba de Tormes oyendo devotamente los maitines. De pronto entró un pastor dando voces y en lenguaje aldeano se dirigió a los duques y les dio un paquete. Nadie se extrañó de semejante despropósito, como si fuera lo más normal del mundo que los pastores interrumpieran a gritos las ceremonias religiosas.

Juan del Encina ­el pastor de marras, que acababa de descubrir el teatro castellano sin que lo supieran todavía en América ni aquí­ era un criado de la corte ducal que tenía la función de buscar entretenimiento a sus señores, una especie de juglar fino o bufón artístico, y aquél era el primer año que ocupaba el puesto, o sea, sus primeros maitines de Navidad. Encina tenía que preparar algo gracioso para aquella noche, como era costumbre desde tiempos antiguos. Por eso nadie se extrañó de su entrada: todos estaban esperando que ocurriera algo chocante. Era lógico, por otra parte, que se hubiese disfrazado de pastor, porque en Nochebuena en las iglesias de los pueblos los pastores eran protagonistas: entraban con sus ovejas, se sentaban en corro, sacaban de la alforja pan, queso y una bota de vino, y se ponían a cantar canciones de todos los colores y a bailarlas medio borrachos.

Lo que Encina hizo a continuación es aún más sorprendente: se puso a hablar en tono jocoso de asuntos personales ¡en medio de los maitines de Navidad! ¡Sin ningún respeto por el lugar y el momento! Después entrarían otros pastores y entre todos representaron una égloga pastoril. Esta segunda égloga fue genuinamente navideña, pero la anterior, la primera, no tenía nada que ver con la Navidad, sino que en ella el pastor llamado Juan se felicitó de haber entrado al servicio de los duques y les presentó un volumen con todas las obras que había escrito hasta el momento. La representación terminó con el villancico que en este concierto abre la segunda parte. Después, suponemos, continuó el oficio divino en latín y con algo más de recogimiento.

Nadie se extrañó de que todo esto ocurriera en los maitines, porque tales cosas u otras parecidas tenían lugar desde tiempo inmemorial. En fecha bastante cercana a estos hechos el concilio de Toledo de 1473 se lamentaba de que:

En algunos documentos teológicos se denomina a todo este conjunto de prácticas ­que no son, ni mucho menos, exclusivamente navideñas ni toledanas­ risus paschalis, la expresión de la alegría pascual (recordemos que hay cuatro pascuas: Navidad, Reyes, Resurrección y Pentecostés) por medio de la risa provocada por lo grotesco y chocante. La risa es el signo con el que los humanos expresamos la alegría y las pascuas son fiestas alegres por definición. En todo ello la música tiene un papel fundamental.

(Hagamos un inciso entre paréntesis: cuando el admirado Umberto Eco personaliza en Jorge de Burgos al culpable de que los escolásticos no conocieran la segunda parte de la Poética de Aristóteles y, por tanto, la comedia quedase fuera de sus consideraciones teológicas, realiza una cierta injusticia histórica. Ya sé que Jorge de Burgos no es sino un trasunto irónico de Jorge Luis Borges, pero mejor habría hecho llamándolo Jorge de Bourges o Jorge Borghese. El hecho históricamente cierto es que las iglesias de la Península Ibérica fueron, precisamente, el último reducto en el que la risa pudo integrarse dentro de las ceremonias religiosas. La fuerza y el arraigo de las manifestaciones cómicas intralitúrgicas resistieron durante muchos siglos los embates de la represión oficial, que actuaba generalmente por empuje del catolicismo más romano. Todavía el caganer de los belenes da testimonio de ello.)

Como contrapunto a estas cosas deshonestas era también costumbre en muchos lugares representar en la Nochebuena la ceremonia de la Sibila, con su amenazador canto Juicio fuerte será dado (al que, por otra parte, también encontramos parodiado desde el siglo XIII y mezclado con textos profanos). De la catedral toledana se conserva una minuciosa descripción de ésta y otras prácticas paralitúrgicas navideñas. En Mallorca la representación del canto de la Sibila se ha mantenido hasta nuestros días. La pregunta es ahora ésta: ¿qué pinta una profetisa pagana con una espada en la mano amenazando con el terrible juicio final en una noche alegre como ninguna? Simplificando forzosamente la respuesta, enunciaré que la tal Sibila no es sino el recuerdo levemente cristianizado de una deidad pagana, Lachesis, la tercera de las Parcas, encargada de cortar el hilo del tiempo. En los ritos romanos en torno al solsticio de invierno las tres Parcas jugaban un importante papel. Tras veinte siglos de cristianismo las buenas gentes siguen recordándolas en sus rituales, aunque sin saberlo, porque, además del canto de la Sibila, está mucho más extendida la rememoración anual de la primera Parca, Cloto, la que hila el tiempo: la vieja hilando, figura obligada en los belenes, colocada, sin embargo, en cualquier sitio porque no tiene un papel propio en la historia allí representada. De ahí que el momento adecuado para las canciones burlescas con el personaje de la vieja hilandera sean los maitines de Navidad, por lo que no es casual que se incluya en la Ensalada dels ascolars o en el quodlibet de Juan de Triana, cuyo aspecto, en principio, no parecería navideño.

Para provocar la risa pascual propia de la Navidad valdría, en teoría, cualquier canción grotesca o graciosa, pero una indagación más detenida descubre cuáles eran los asuntos preferidos. Entre ellos destacan las mezclas de lo sagrado con lo profano: melodías religiosas con texto parodiado, y canciones populares vueltas a lo divino. También la mezcla de dos elementos distintos ­por ejemplo, dos o más canciones populares diferentes­ es en sí misma grotesca por la confusión que produce. La mezcla de elementos puede darse en un personaje: tópicamente, el clérigo o fraile de conducta non sancta. Hay, además, en torno a la Navidad y el Año Nuevo algunos tipos que la imaginería popular utiliza todavía hoy, aun habiéndose perdido la memoria de su significado. Por ejemplo: el popular caganer, ya citado, símbolo de lo viejo que debe pudrirse para que sobre ello nazca lo nuevo.

¿Desde cuándo ocurrían en las iglesias hechos de este cariz? Sin pretender afirmar nada, basta señalar que el III Concilio toledano (c. 589), en plena época visigótica, ya dictamina que debe ser exterminada la irreligiosa costumbre que el vulgo acostumbra a hacer en determinadas fiestas de los santos, de modo que las gentes que deben atender a los oficios divinos se entretienen con danzas y torpes canciones. La Edad Media está llena de edictos papales y episcopales que prohíben una y otra vez cosas parecidas, a veces tan curiosas como las que especifica un canon de la diócesis de Vich en el siglo XIV: llevar animales, hacer juegos deshonestos y arrojar cosas malolientes (!). En 1559 Felipe II prohíbe danzar en la iglesia, pero con la excepción de las fiestas de Navidad, como reconociendo un derecho consuetudinario totalmente arraigado.

Exactamente un siglo después, en 1659, un diplómatico francés, François Bertaut, escribe en su diario de viaje:

Pocos años después, en 1663, la Inquisición se ve requerida a intervenir en razón de unos villancicos que canta la Capilla Real de las Descalzas. El documento inquisitorial describe con bastante detalle lo que ocurre

El denunciante especifica que

El documento inquisitorial, tras describir los instrumentos que intervienen, las partes del oficio que se ven más afectadas de profanidad, los efectos que produce todo ello en los asistentes, etc., finaliza así:

A puerta cerrada o no, el caso es que villancicos navideños de este jaez siguieron no sólo interpretándose en los maitines de Navidad, sino, incluso, imprimiéndose en pliegos sueltos para general regocijo.

Gran parte de todo este repertorio musical propio del risus paschalis se ha perdido por diversas circunstancias, entre otras porque, posiblemente, muchas de estas juergas místico-musicales ni siquiera necesitaban pasar por el papel. Pero rastreando minuciosamente los manuscritos e impresos de los siglos XV, XVI y XVII se puede reunir, sin embargo, un conjunto representativo ­y entretenido­ de villancicos y otras piezas destinadas al efecto. De las aquí presentadas, un buen puñado procede del Cancionero Musical de la Biblioteca Colombina, de Sevilla, que recoge con toda probabilidad parte del repertorio de la catedral toledana. En efecto, Juan de Triana ­posiblemente sevillano y el autor mejor representado en este cancionero­ ejerció durante varios años (c. 1483) el papel de cantor de música que tiene cargo de mostrar el arte de canto de la música a los seis niños clerizones elegidos por el cabildo para cantar en el coro de la dicha iglesia de Toledo. Junto a él Francisco de Peñalosa, vinculado a la corte de los Reyes Católicos, nos ofrece una muestra de la alegría pascual aplicada a otra pascua, la de Pentecostés. Peñalosa mezcla la antífona de Pentecostés Loquebantur variis linguis, con cuatro melodías tradicionales y superpone al cóctel un contrapunto de su invención. Hemos cambiado el texto original Enemiga le soy, madre, por el contrafactum a lo navideño Muy amiga le soy, madre, debido a Lope de Sosa (1603). Para la transubstanciación de otras letrillas nos hemos servido de las abundantes publicaciones del siglo XVII para la noche de Navidad, que incluyen la apostilla al tono de...: Juan López de Úbeda (1588), Alonso de Ledesma (1605), Francisco de Ávila (1606), etc.

Incluimos el ejemplo más antiguo de ensalada, forma literario-musical nacida al calor ­o al humor­ del risus navideño. Se trata de la anónima Ensalada dels ascolars, inédita hasta el momento a todos los efectos, si se exceptúa una grabación discográfica nuestra. El género representa el esfuerzo por parte de la oficialidad eclesiástica de encauzar entre patrones estilísticos cultos ­historieta versificada y polifonía­ lo que por doquier se daba en estado bruto, con pastores de verdad, de los que olían mal y cantaban peor (lo dice Berganza en el Coloquio de Cervantes) aquello de Cata el lobo dó va Juanica. El mejor cocinero de ensaladas fue Mateo Flecha, llamado el Viejo para distinguirlo de su sobrino, y de sus creaciones hemos recuperado algunos de los mejores momentos. Flecha trabajó para don Fernando de Aragón, no el Católico, sino el duque de Calabria y, si se me permite un chiste erudito-pascual, tercer marido de la segunda mujer del bisabuelo de Felipe II (premio para quien lo adivine).

Los dos primeros anónimos del último bloque están tomados de un manuscrito que procede de algún colegio de jesuitas de la Villa y Corte. Contra lo que algunos puedan pensar ­y algún musicólogo indocumentado ha escrito­ los jesuitas también cantaban a ratos y, llegadas las fechas, hasta se intercambiaban chistes pascuales por carta, como éste del P. Andrés Mendo, de Segovia, al P. Rafael Pereira, de Sevilla, en las navidades de 1637:

Los citados villancicos son adaptaciones a lo divino de obras muy conocidas en la época, como igualmente conocidas y practicadas eran el villano, la chacona, la gaita y el zarambeque que intentan divinizarse en las últimas piezas.

El fervor de los gallegos, de Miguel de Irízar, procede del archivo de la catedral de Segovia, de la que el autor fue maestro de capilla. El subgénero gallego cobró por aquel entonces un notable auge que perduraría hasta el siglo XIX compartiendo los honores de la burla políticamente incorrecta con los villancicos guineos o de negros, gitanos, asturianos, portugueses, etc. En los archivos de nuestras catedrales se guardan auténticas montañas de todos estos géneros.

La pregunta que queda en el aire para el investigador de estas antiguallas podría ser: ¿en qué pascua dejaron los cristianos ­monjas, frailes o peatones­ de reírse litúrgicamente?

Feliz solsticio de invierno y próspero ciclo solar nuevo.


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